Esta entrada es mi modesto homenaje a Pedro Vera Sánchez, (Trinidad), un amigo y poeta recientemente fallecido.
Desde que nos conocimos, unos 20 años atrás, nos hemos reunido en no demasiadas ocasiones debido a la distancia que separa nuestros respectivos domicilios, pero las suficientes para forjar una profunda y sincera amistad.
Dos eran sus grandes pasiones, a la vez que vocaciones. Una, la enseñanza, habiendo ejercido como profesor durante toda su vida laboral. La otra, la poesía. No sólo la creaba, sino que tras su jubilación se dedicó a fomentarla, participando en recitales y organizando eventos para su difusión.
La última vez que tuve ocasión de hablar con él fue por teléfono durante los últimos días del pasado mes de julio. Se encontraba convaleciente y no pudimos concertar una cita. Al preguntarle acerca de sus últimos trabajos relacionados con la poesía me explicó que había escrito unos poemas para dedicárselos a las personas que le estaban atendiendo en el hospital. Me recitó uno de ellos, bellísimo, y me explicó que empezó a escribirlo como una oda, pero sin pretenderlo había acabado componiendo una elegía. De ahí el título que he elegido para esta entrada.
En ese momento no le di mayor importancia a ese cambio de subgénero, pero días después, al llegarme la noticia de su fallecimiento a través de las redes sociales, pensé que no fue algo casual.
Al contrario de lo que se pudiera pensar dado su carácter alegre y dicharachero, era un hombre de una gran espiritualidad. En cierta ocasión, en el contexto de una conversación que no detallaré por lo privado de su contenido, me dijo: «No soy gracioso, pero tengo una gracia». De esa frase deduzco, no sé si acertadamente, que el paso de la oda a la elegía no se debió al azar sino que estaba motivado, consciente o inconscientemente.
Nunca olvidaré las sobremesas de las que hemos disfrutado juntos, generalmente en compañía de más personas, en Águilas (Murcia). Recuerdo, en una de esas ocasiones, que sacó unos folios y nos leyó en voz alta el texto que contenían. Estaban escritos en panocho, que es un dialecto que se utiliza en la huerta murciana, y a la vez que provocaban risas por el modo humorístico en el que estaban redactados, invitaban a la reflexión acerca de la forma de vida de las gentes sencillas (en apariencia) del campo.
Pocos días antes de su muerte y sin sospechar que iba a producirse en breve, decidí enviarle por correo un ejemplar de mi último libro, Universos Adyacentes, a fin de procurarle momentos agradables dentro de la situación complicada que estaba atravesando. No llegó a recibirlo.
Pedro ha sido para mí una de esas personas con las que conectas de inmediato y creas un vínculo sincero, a pesar de las pocas ocasiones que hemos tenido para reunirnos. Un vínculo que la muerte, pese a su carácter inexorable, no ha logrado ni logrará romper.
Descanse en paz.
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