La primera vez que comí anchoas tenía alrededor de veinte años. Era ver una lata, y un terror más que justificado se apoderaba de mí. En realidad, el hecho de que me decidiera a probarlas se debe al descubrimiento de que también se vendían en frascos de cristal. El envase transparente me inspiraba confianza porque me permitía ver el contenido, al contrario de lo que sucede con las latas, que hasta que no vas girando la llave sobre la cual se va enrollando la tapa (el «abrefácil» llegó mucho más tarde), desconoces qué vas a encontrar en su interior.
Debía de tener unos tres o cuatro años cuando tuvo lugar el primer encuentro que recuerdo con la lata de anchoas, aunque después, y muy a mi pesar, ese encuentro se repitió con cierta frecuencia. A veces traían la lata a casa y otras íbamos en su búsqueda al piso de Doña María.
Doña María era una mujer anciana. Bueno, posiblemente no habría cumplido aún ni los sesenta, pero yo la veía como a mi abuela, y al igual que me sucedía con ella, suponía que siempre había sido así; no concebía que algún día había sido joven, y mucho menos que hubiera sido sido una niña.
Cuando íbamos a visitarla, mi madre trataba de engañarme haciéndome creer que íbamos a otro lugar. En realidad no lo conseguía. Yo era un niño tan avispado como cualquier otro, ni más ni menos, pero al no ser sordo me enteraba con total claridad de las explicaciones que le ofrecía a mi padre en un tono confidencial antes de salir de casa, creyendo (no entiendo por qué) que sólo él las oiría. También la delataba el hecho de llevar unas horribles cajas de cartón sin dibujos ni colores interesantes: sólo un anagrama (entonces desconocía que se llamaba así), y algunas letras de las que por aquel entonces empezaba a poder descifrar su significado. Me llamaba particularmente la atención un hueco que llevaban todas las cajas. Era como si hubiesen arrancado de cada una de ellas un sello de correos pero respetando el dentado, una tarea tan entretenida como inútil.
En casa de Doña María siempre había gente, pero no estaban en el comedor, como sucedía cuando nosotros recibíamos visitas. Era un recibidor no demasiado grande, conectado mediante una puerta a una habitación contigua. Doña María nunca salía de esa habitación, sino que eran los invitados quienes iban entrando de uno en uno o de dos en dos a medida que iban saliendo los que se encontraban en su interior. Se entraba en riguroso orden de llegada, y yo recuerdo que nunca quería que llegara nuestro turno.
Una vez dentro, mi madre me bajaba los pantalones mientras yo veía con pánico cómo Doña María abría la lata de anchoas. Aún recuerdo aquél horrible sonido metálico y el terror que me producía. En su interior nunca había filetes de delicioso pescado azul: sólo una jeringuilla de cristal y unas afiladísimas agujas. Por si esto no fuera suficiente, la lata estaba colocada sobre una especie de infiernillo con el que calentaban los utensilios para desinfectarlos, según supe más tarde; y se me ocurrían las más descabelladas y terroríficas ideas acerca de un posible contacto entre aquel metal ardiente y mi piel. Entonces mi madre sacaba de la caja sin sello un pequeño frasco de cristal y se lo entregaba a Doña María la Comadrona (así la llamaba, además de por ser también ese su oficio, para distinguirla del resto de mujeres que compartían nombre con la practicante), quien clavaba la aguja en la parte superior del tapón sin ni siquiera separarlo del frasco y le ajustaba la jeringuilla. Entonces podía ver cómo un émbolo se movía por su interior mientras un líquido iba ascendiendo lentamente.
Mientras mi madre me sujetaba boca abajo, posición a la que yo me oponía ofreciendo la mayor resistencia posible, Doña María me daba unas palmaditas en la nalga antes de clavar la aguja, a fin de que la víctima (creo que la elección de la palabra no es una hipérbole) no supiera en qué momento tendría lugar el pinchazo. El problema era que la mujer siempre daba un número idéntico de palmadas, tres, en concreto; con lo cual, tras una mínima experiencia se sabía que a la cuarta iba la vencida.
Al salir, generalmente llorando, aún pensaba en la lata de anchoas y en su terrorífico contenido, aunque aliviado por haberla perdido de vista; si bien no sabía por cuánto tiempo. También se solía recompensar mi sufrimiento con alguna golosina, lo que visto con perspectiva me lleva a establecer un cierto paralelismo con el adiestramiento canino.

Nota: El personaje de Doña María es completamente real. Fue durante años la única practicante en mi pueblo, La Llagosta. Una mujer respetable y respetada, aunque por su profesión también era el terror de los niños.
Fantástico relato Andrés!! Me encantan estas breves descripciones de situaciones
Enviado desde mi iPhone
Me gustaMe gusta
Gracias, Rosa.
Me gustaMe gusta
Me acuerdo perfectamente de la Señora María
En mi niñez, la Bruja Piruja y ella eran familia: ¡¡yo tenía auténtico pavor y terror a las inyecciones!!
Me gustaLe gusta a 1 persona
Ja, Ja. A todos nos pasaba. Era buena persona, pero los niños la relacionábamos con las inyecciones y sentíamos pánico.
Me gustaMe gusta
Si señor el conteo es exacto
plas, plas, plas, ¡ay!
Me gustaLe gusta a 1 persona
¡Y quién no! Era temida por todos los niños. Gracias por comentar.
Me gustaMe gusta
A mi me daba panico y a mi hermana mas
Me gustaLe gusta a 1 persona
Y yo pensando, ¿qué tiene que ver una lata de anchoas con unas jeringas? Ilusa de mí…. Pero oye, el relato tiene su miga, me ha entretenido y enternecido.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias. Me alegra que te haya gustado. Es que la forma de ambos recipientes…
Me gustaMe gusta
Y yo pensando en un posible trauma de infancia con alguna lata de anchoas, o de lo que fuese…. Qué poca imaginación la mía! Pero oye, el relato tiene su miga, me ha enternecido mucho. Muy currado.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias. Me alegra que te haya gustado. Cuando era pequeño siempre relacionaba el recipiente para las jeringuillas con la lata de anchoas. He puesto la foto al final porque los más jóvenes no habrán visto eso nunca.
Me gustaMe gusta
Maravilloso Andrés!!! Justamente lo que yo vivía y sentía.
Estoy llena de cicatrices de pinchazos.. No se tu.. 😂 😂 😂
Me gustaLe gusta a 1 persona
Yo tengo una cicatriz en el trasero por una inyección, pero no fue Dña. María, sino el practicante de la Bosuga quien me la puso. 😁😁😁
Me gustaMe gusta
Uff, lo primero que he pesado ha sido que no parece muy higiénico guardas jeringuillas en una lata vacía de anchoas. Por otra parte no me extraña que tuvieras pavor a doña María. Como para no tenerlo. En mi época nos llevaban ya al ambulatorio a hacer esas cosas, pero esto sí me recuerda a cuando me llevaban a la compostora de huesos, que tanto te componía un hueso como te daba un masaje. Y todos los niños teníamos miedo de ir, de hecho siempre iba y volvía llorando.
Un relato muy bueno, que me ha transportado a otra época, porque aunque no hayan pasado tantos años, con los avances que hemos vivido desde entonces sí parece algo muy lejana en el tiempo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Bueno, yo le llamo lata de anchoas por su forma, pero el recipiente era específico para eso, y se consideró higiénico hasta la aparición del SIDA. Me alegra que te haya gustado.
Me gustaLe gusta a 1 persona