Hay dos cosas que odio a muerte: los paraguas y los tambores. Si me pongo a pensar se me ocurren más cosas detestables: la estupidez humana, (tan fácil de detectar cuando se trata de la ajena, y tan difícil cuando lo intentamos con la propia). También los políticos que nos gobiernan desde una supuesta superioridad moral, los vecinos que no pagan la comunidad, o las llamadas telefónicas a la hora de la siesta para venderte algo que no has pedido, por citar algunos ejemplos.
Pero volvamos a los paraguas y a los tambores: No hay nada más cómodo que tener las manos libres, y el paraguas, pese a su indiscutible utilidad, puede resultar más molesto que la propia lluvia de la que debe protegernos. Si la lluvia va acompañada de viento, su uso se hace aún más incómodo y desagradable. Y eso sin tener en cuenta las aceras estrechas, en las que los peatones que se cruzan se ven obligados a realizar complejas maniobras para evitar el choque de paraguas. Choque que, por otra parte, resulta inevitable en la mayoría de ocasiones, dado que ningún reglamento u ordenanza establece qué paraguas tiene preferencia; si tiene que levantarlo quien va en sentido ascendente según los números de policía e inclinarlo hacia la calzada quien camina en sentido descendente, o viceversa.
Otro problema surge cuando entras en un comercio y tienes que dejarlo, junto a otros siete paraguas, en un artilugio diseñado para acoger sólo tres unidades. Es además conveniente no perderlo de vista en ningún momento, no sea que algún cliente poco precavido que haya salido de casa sin el dichoso chisme, aproveche la coyuntura para llevarse el tuyo con disimulo e impunidad. También es frecuente que, si utilizas paraguas de calidad, alguien se lleve el que has depositado en el paragüero, con su mango de madera y su estructura reforzada; y deje el suyo de cuatro euros y varillas rotas, obteniendo así un trueque de lo más beneficioso.
Ahora es el turno de los tambores. El ser humano tiene una tendencia natural a cuidar poco unos órganos tan delicados como los tímpanos. Recuerdo, en mis años de juventud, estar en la discoteca con la música sonando a un volumen injustificadamente elevado, y tener que gritar al oído de nuestro interlocutor o interlocutora, produciendo así un doble daño por exceso de decibelios: el que ocasiona la propia música y el de los gritos al oído. Si estando en casa, en un bar, o en cualquier lugar más o menos silencioso, gritáramos pegando la boca a la oreja de alguien, el puñetazo (sustituible por una patada en la entrepierna), estaría asegurado. Sin embargo, en una discoteca se considera normal.
Existe un subgénero entre los martirizadores de tímpanos que requeriría un estudio sociológico, si no psiquiátrico, específico: el individuo, generalmente varón, que circula conduciendo su vehículo con el maletero ocupado por dos boofers de veinticinco pulgadas cada uno, con las ventanillas abiertas, y con la música sonando a un volumen cuyos decibelios se escriben con tres cifras. Predominan, en este orden, la música máquina, el reggaeton y el flamenco. No recuerdo haber oído ninguna sinfonía de Mahler en tales circunstancias.
Los tambores, en concreto, son unos artefactos ideados por insensatos y utilizados por energúmenos con la finalidad de molestar al prójimo. Puede que no lo hagan conscientemente, pero en el fondo creo que es el instinto lo que les lleva a mostrar su presencia de la manera más llamativa posible; como hace un pavo real desplegando el plumaje de su cola, o como el ciervo que berrea esperando despertar el deseo de la hembra, que pestañea coqueta junto a un árbol cercano.
Fue hace unos días, caminando por el centro de la ciudad, cuando vi en un escaparate un impermeable de lona con capucha, y pensé que podría ser un buen sustituto del molesto paraguas. Soy consciente de que existen los impermeables desde mucho antes de que yo naciera, pero me gusta vestir bien, y una prenda de semejantes características no resulta precisamente elegante, y por eso no lo había utilizado nunca. El caso es que pensé que podría hacer la función del odiado paraguas, así que entré y lo compré.
Unos días después salí a dar mi habitual pase nocturno. Caía una luvia ligera, pero la previsión era de fuertes aguaceros. Era el día perfecto para estrenar mi chubasquero. Mi jornada laboral había sido nefasta: había discutido con mi jefe, con mi subalterno, con tres clientes y con dos proveedores. Necesitaba ese agradable paseo, pese a ser una fria noche de invierno.
Ya en la calle, desierta a esa hora, y una vez ajustada la capucha, observé que mi nueva prenda protegía la cabeza, el tronco y las extremidades superiores, vulgo brazos; pero a medida que aumentaba la intensidad del chubasco, los pantalones se iban mojando desde medio muslo hasta los zapatos. Pero lo peor no fue eso, sino el sonido. El choque de las gotas de lluvia contra la capucha producía un ruido de lo más desagradable, y al cubrir la lona las orejas genera un efecto amplificador, a modo de caja de resonancia, que lo hace aún más molesto. A medida que iba arreciando la lluvia, el sonido de los goterones se hacía más y más insoportable. Era como una batucada caótica, sin ritmo definido, anárquica. Me había alejado aproximadamente un kilómetro de mi domicilio, y mis nervios no podían soportarlo; así que di la vuelta dispuesto a volver a casa. El martilleo iba en aumento, o al menos eso me parecía. Aceleré el paso, buscando terminar cuanto antes con ese suplicio, pensando en por qué los arquitectos decidieron construir los edificios sin balcones o tribunas en este barrio, con lo que ayudan a proteger al transeúnte tanto de la lluvia como del sol. El ruido, insoportable, ya me estaba afectando seriamente, y faltaba demasiado para llegar a casa.
Al pasar por el puente que cruza sobre el río me flaquearon las piernas. No creo que fuese por cansancio, ya que estoy acostumbrado a caminar, pero no a hacerlo con las piernas completamente mojadas. Me apoyé en una farola para tomar aire. Entonces empecé a oír el sonido de unos tambores lejanos, cuya intensidad iba en aumento a una velocidad considerable. Sólo unos segundos después aparecieron por el extremo del puente cientos de personas armadas con tambores, tal vez miles, que avanzaban con rápidez hacia donde yo estaba, ocupando toda la anchura del amplísimo puente. Cuando estaban a unos seis o siete metros de mí, avanzando sin que parecieran haber reparado en mi presencia, decidí retroceder. Cuando lo hice, el otro extremo del puente estaba abarrotado de personas con enormes paraguas que también avanzaban hacia mí. Estaba acorralado. O me arrollarían los tambores o lo harían los paraguas. Me detuve sin saber qué hacer. Entonces me asomé a la barandilla y vi, bajo la tenue luz de una farola, el agua del río a lo lejos, a unos siete metros bajo el puente. Recordé el silencio que existe bajo el agua. Lo conocía por haber hecho snorkel en la playa, y sentí esa llamada del silencio. Lo necesitaba. Salté en su busca, aunque la fuerte corriente producía un sonido aún más aterrador que el de la batucada o el de la capucha. Un golpe seco contra una de las columnas del puente siguiente fue lo último que oí.
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Muchas gracias. Me alegra que te haya gustado. Saludos.
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