Ápeiron

La exposición de Wallace Perry llamada Ápeiron, en el Guggenheim de Bilbao, fue un estrepitoso fracaso. El público la recibió con indiferencia, y la crítica especializada fue feroz y despiadada. Tan solo un crítico, Herbert Müller, la entendió como «el gran acontecimiento artístico del siglo XXI».

El azar ha querido que tanto Wallace como Herbert sean buenos amigos míos desde muchos años atrás. A pesar de ello no se conocían hasta que, un tiempo después del fiasco de la exposición y en mi calidad de amigo común, les presenté. Dos años hace ya de aquello, durante los cuales nos hemos reunido en cuatro o cinco ocasiones. No resulta sencillo, puesto que Wallace vive en Glasgow, Herbert en Colonia y yo en Madrid. Tácitamente hemos elegido la ciudad de París para nuestros encuentros. Herbert, a sus poco más de setenta años, es el mayor de los tres; y no puede evitar una cierta nostalgia cada vez que visita la Ciudad de la Luz.

Citaré algunas de sus perlas al respecto:

—París ha sido durante décadas el epicentro de la cultura universal y hoy es la ciudad de la frivolidad, del cosmopolitanismo mal entendido, y el fiel reflejo de la decadencia de occidente —suele decir con vehemencia.

—Miro a derecha e izquierda y no veo hombres de Estado. Sólo veo analfabetos dirigiendo unas instituciones, tecnócratas que sólo saben hablar de economía; y para quienes la cultura es una moda del pasado. No sólo no la poseen, sino que pretenden que la población carezca de ella porque eso les hace más fuertes —esto ya no lo dice en referencia a París, sino a todo el mundo hoy globalizado (adjetivo cuya pronunciación procuro evitar en su presencia, por la extremada indignación que le produce oírlo).

A pesar de su carácter irascible, conmigo siempre se muestra muy amable. Más aún con Wallace, a quien se dirige casi con reverencia; tal es la admiración que le profesa.

A lo largo de mi vida he frecuentado algunos círculos sociales relacionados con el arte, lo que no me convierte en un experto, pero sí que me ha ayudado a desarrollar un sexto sentido que me permite distinguir, con escaso margen de error, entre un artista y un farsante. Es cierto que en el mundo del arte contemporáneo resulta complicado entender el significado de muchas obras; pero con algo de información adicional, obras inicialmente rechazadas pueden terminar penetrando en mi espíritu. Para obtener esa información recurro siempre que me es posible a la fuente primaria por excelencia: el propio autor. Soy consciente de que debería añadir «o autora», pero es éste un microcosmos esencialmente masculino.

Cuando el autor, o rara vez autora, intenta explicar con palabras el significado de su propia obra, es cuando suelo descubrir quién es genio y quién impostor. En ocasiones, esa explicación se limita a circunloquios vacíos de contenido, en los que se utilizan muchos vocablos que invitan a consultar el diccionario, sin que de la exposición de argumentos nazca una idea clara. Por el contrario, el verdadero artista, aunque no sepa expresarse con palabras con la misma soltura con la que lo hace con el pincel o cualquiera que sea la herramienta utilizada, es capaz de hacer enteder la verdadera esencia de su obra. Llegados a ese punto, la obra, hasta entonces carente de significado, aparece ante mis ojos completamente distinta y plena de sentido.

Las explicaciones que me ofreció Wallace con respecto a sus creaciones me resultaron plenamente satisfactorias. Por el contrario, la admiración que le profesaba Herbert hacía innecesaria cualquier explicación por parte del autor al respecto, dado que ya había percibido en su obra la genialidad de la que le hacía acreedor. Dichas explicaciones fueron enormemente prolijas, por lo que me limitaré a ofrecerles un resumen en el que trato de abordar aquellas ideas que más directamente me condujeron a la cabal comprensión de su obra.

Empezaremos por el título de la exposición: Ápeiron. Es un vocablo que hace referencia a lo que no tiene límite, lo indefinido, lo indeterminado. A posteriori he profundizado algo más en el concepto, y fue usado por los filósofos presocráticos con diferentes significados. No es el objeto de este relato adentrarnos en un análisis al respecto. Lo único que debemos saber es el motivo por el cual Wallace Perry lo eligió como título para su exposición.

En su opinión, el arte se sitúa en un plano superior a la razón. El motivo de ello es, siempre según su criterio, que la razón se limita a plantearse la naturaleza de aquello que tiene principio, fin y forma (dudosa tesis, en mi opinión); y su estudio es materia propia de las ciencias. De lo que se deduce que la exposición trata sobre lo ilimitado o lo indeterminado, y de ahí el nombre elegido para la misma. Insistiré en este hecho fundamental, pero permítanme que antes les facilite otros datos.

No les he dicho que la colección consta de nueve cuadros. Tres de ellos son de gran formato (162 x 114 centímetros), y los seis restantes son de mediano tamaño (100 x 73 centímetros). A los tres grandes les llama “el cuerpo de la obra”, y al resto, “elementos adicionales”. Estos últimos tienen por único objeto servir de transición entre los tres fundamentales, así que nos centraremos en el contenido del cuerpo de la obra. El orden en el que han de ser expuestos y vistos por el espectador es el siguiente: A, 1, 2, 3, B, 4, 5, 6, C; correspondiendo las letras a los de gran formato y los números a los de mediano tamaño. El orden establecido por el autor no es baladí, ya que representan una transición a través del tiempo. De las múltiples formas de diversos colores, tan abarrotadas que apenas dejan algo de fondo en el lienzo en el primero de la serie, se pasa progresivamente a una cada vez menor cantidad de pinceladas, hasta llegar al último. En éste apenas se distinguen unas minúsculas formas en lontananza, difusas y en tonos grises que aumentan la sensación de lejanía. Esta transición debe interpretarse, siempre según el autor, como «el acto de trascender la realidad racional regida por la irracionalidad (obsérvese la paradoja), para así alcanzar la sublimidad subjetiva del arte, regida en este caso por una espiritualidad que, como tal, no se haya sujeta a límites físicos ni cognitivos».

De entrada, esta explicación me pareció excesivamente metafísica y la recibí con un cierto recelo. Reflexiones posteriores me condujeron a a aceptarla, aunque no sin ciertas reservas.

Como resultado de nuestros encuentros, hemos iniciado un proyecto conjunto. Se trata de abrir una galería de arte exclusiva para la obra de Wallace Perry. Hemos ido descartando ciudades y finalmente nos falta decidir si se establecerá en Londres o en París. Cada cual aportará aquello de lo que más posee. Wallace Perry pondrá su arte, Herbert Müller los contactos, y yo el dinero.

He visto tanta ilusión en los ojos de ambos, que no he tenido la menor duda a la hora de financiar ese proyecto que, con total seguridad, será la peor inversión de mi vida.

La exposición de Wallace Perry llamada Ápeiron, en el Guggenheim de Bilbao, fue un estrepitoso fracaso. El público la recibió con indiferencia, y la crítica especializada fue feroz y despiadada. Tan solo un crítico, Herbert Müller, la entendió como «el gran acontecimiento artístico del siglo XXI».

El azar ha querido que tanto Wallace como Herbert sean buenos amigos míos desde muchos años atrás. A pesar de ello no se conocían hasta que, un tiempo después del fiasco de la exposición y en mi calidad de amigo común, les presenté. Dos años hace ya de aquello, durante los cuales nos hemos reunido en cuatro o cinco ocasiones. No resulta sencillo, puesto que Wallace vive en Glasgow, Herbert en Colonia y yo en Madrid. Tácitamente hemos elegido la ciudad de París para nuestros encuentros. Herbert, a sus poco más de setenta años, es el mayor de los tres; y no puede evitar una cierta nostalgia cada vez que visita la Ciudad de la Luz.

Citaré algunas de sus perlas al respecto:

—París ha sido durante décadas el epicentro de la cultura universal y hoy es la ciudad de la frivolidad, del cosmopolitanismo mal entendido, y el fiel reflejo de la decadencia de occidente —suele decir con vehemencia.

—Miro a derecha e izquierda y no veo hombres de Estado. Sólo veo analfabetos dirigiendo unas instituciones, tecnócratas que sólo saben hablar de economía; y para quienes la cultura es una moda del pasado. No sólo no la poseen, sino que pretenden que la población carezca de ella porque eso les hace más fuertes —esto ya no lo dice en referencia a París, sino a todo el mundo hoy globalizado (adjetivo cuya pronunciación procuro evitar en su presencia, por la extremada indignación que le produce oírlo).

A pesar de su carácter irascible, conmigo siempre se muestra muy amable. Más aún con Wallace, a quien se dirige casi con reverencia; tal es la admiración que le profesa.

A lo largo de mi vida he frecuentado algunos círculos sociales relacionados con el arte, lo que no me convierte en un experto, pero sí que me ha ayudado a desarrollar un sexto sentido que me permite distinguir, con escaso margen de error, entre un artista y un farsante. Es cierto que en el mundo del arte contemporáneo resulta complicado entender el significado de muchas obras; pero con algo de información adicional, obras inicialmente rechazadas pueden terminar penetrando en mi espíritu. Para obtener esa información recurro siempre que me es posible a la fuente primaria por excelencia: el propio autor. Soy consciente de que debería añadir «o autora», pero es éste un microcosmos esencialmente masculino.

Cuando el autor, o rara vez autora, intenta explicar con palabras el significado de su propia obra, es cuando suelo descubrir quién es genio y quién impostor. En ocasiones, esa explicación se limita a circunloquios vacíos de contenido, en los que se utilizan muchos vocablos que invitan a consultar el diccionario, sin que de la exposición de argumentos nazca una idea clara. Por el contrario, el verdadero artista, aunque no sepa expresarse con palabras con la misma soltura con la que lo hace con el pincel o cualquiera que sea la herramienta utilizada, es capaz de hacer enteder la verdadera esencia de su obra. Llegados a ese punto, la obra, hasta entonces carente de significado, aparece ante mis ojos completamente distinta y plena de sentido.

Las explicaciones que me ofreció Wallace con respecto a sus creaciones me resultaron plenamente satisfactorias. Por el contrario, la admiración que le profesaba Herbert hacía innecesaria cualquier explicación por parte del autor al respecto, dado que ya había percibido en su obra la genialidad de la que le hacía acreedor. Dichas explicaciones fueron enormemente prolijas, por lo que me limitaré a ofrecerles un resumen en el que trato de abordar aquellas ideas que más directamente me condujeron a la cabal comprensión de su obra.

Empezaremos por el título de la exposición: Ápeiron. Es un vocablo que hace referencia a lo que no tiene límite, lo indefinido, lo indeterminado. A posteriori he profundizado algo más en el concepto, y fue usado por los filósofos presocráticos con diferentes significados. No es el objeto de este relato adentrarnos en un análisis al respecto. Lo único que debemos saber es el motivo por el cual Wallace Perry lo eligió como título para su exposición.

En su opinión, el arte se sitúa en un plano superior a la razón. El motivo de ello es, siempre según su criterio, que la razón se limita a plantearse la naturaleza de aquello que tiene principio, fin y forma (dudosa tesis, en mi opinión); y su estudio es materia propia de las ciencias. De lo que se deduce que la exposición trata sobre lo ilimitado o lo indeterminado, y de ahí el nombre elegido para la misma. Insistiré en este hecho fundamental, pero permítanme que antes les facilite otros datos.

No les he dicho que la colección consta de nueve cuadros. Tres de ellos son de gran formato (162 x 114 centímetros), y los seis restantes son de mediano tamaño (100 x 73 centímetros). A los tres grandes les llama “el cuerpo de la obra”, y al resto, “elementos adicionales”. Estos últimos tienen por único objeto servir de transición entre los tres fundamentales, así que nos centraremos en el contenido del cuerpo de la obra. El orden en el que han de ser expuestos y vistos por el espectador es el siguiente: A, 1, 2, 3, B, 4, 5, 6, C; correspondiendo las letras a los de gran formato y los números a los de mediano tamaño. El orden establecido por el autor no es baladí, ya que representan una transición a través del tiempo. De las múltiples formas de diversos colores, tan abarrotadas que apenas dejan algo de fondo en el lienzo en el primero de la serie, se pasa progresivamente a una cada vez menor cantidad de pinceladas, hasta llegar al último. En éste apenas se distinguen unas minúsculas formas en lontananza, difusas y en tonos grises que aumentan la sensación de lejanía. Esta transición debe interpretarse, siempre según el autor, como «el acto de trascender la realidad racional regida por la irracionalidad (obsérvese la paradoja), para así alcanzar la sublimidad subjetiva del arte, regida en este caso por una espiritualidad que, como tal, no se haya sujeta a límites físicos ni cognitivos».

De entrada, esta explicación me pareció excesivamente metafísica y la recibí con un cierto recelo. Reflexiones posteriores me condujeron a a aceptarla, aunque no sin ciertas reservas.

Como resultado de nuestros encuentros, hemos iniciado un proyecto conjunto. Se trata de abrir una galería de arte exclusiva para la obra de Wallace Perry. Hemos ido descartando ciudades y finalmente nos falta decidir si se establecerá en Londres o en París. Cada cual aportará aquello de lo que más posee. Wallace Perry pondrá su arte, Herbert Müller los contactos, y yo el dinero.

He visto tanta ilusión en los ojos de ambos, que no he tenido la menor duda a la hora de financiar ese proyecto que, con total seguridad, será la peor inversión de mi vida.

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